La donación de sangre en Argentina atraviesa una crisis silenciosa pero profunda, con efectos directos sobre la atención médica diaria. El descenso sostenido de donantes, en especial de aquellos que donan de manera voluntaria y habitual, compromete la capacidad del sistema de salud para sostener cirugías programadas, tratamientos prolongados y respuestas rápidas ante situaciones de urgencia. El escenario se vuelve aún más delicado durante las Fiestas de fin de año y los períodos de vacaciones, cuando la disponibilidad de sangre suele disminuir. En ese contexto, miles de pacientes quedan expuestos a demoras e interrupciones que no siempre pueden evitarse. La advertencia ya no proviene solo de estadísticas, sino del trabajo cotidiano en hospitales y centros de salud de todo el país. Según datos oficiales, apenas el 42% de los donantes en Argentina lo hacen de manera voluntaria, una cifra muy por debajo de lo recomendado por la Organización Mundial de la Salud y la Organización Panamericana de la Salud, que promueven un sistema basado en la donación 100% voluntaria. El Ministerio de Salud estima que si entre el 3% y el 5% de la población sana donara sangre dos veces al año, las necesidades transfusionales estarían cubiertas. Sin embargo, la realidad muestra una brecha que se agranda año tras año. Las consecuencias de esta baja se sienten con claridad en la práctica médica. Cuando la sangre escasea, se reprograman cirugías, se interrumpen tratamientos oncohematológicos y se reduce el margen de acción ante emergencias. Los equipos de salud coinciden en que la donación espontánea y periódica es un pilar de la medicina moderna y un factor clave para garantizar la seguridad transfusional. La médica especialista en Hemoterapia e Inmunología y jefa del servicio de Hemoterapia del Hospital Alemán, Miriam Méndez, explicó que el fenómeno no es exclusivo de la Argentina, pero aquí presenta características preocupantes. “La caída en la donación es creciente, sostenida y silenciosa. Y lo más alarmante no es solo la baja global, sino la reducción de donantes voluntarios y habituales, que son los que realmente sostienen al sistema”, señaló. Las razones detrás del descenso son múltiples. Persisten la desinformación y los mitos en torno a la donación, el temor a procedimientos que son seguros y controlados, y la falta de percepción sobre una realidad concreta: nueve de cada diez personas podrían necesitar una transfusión en algún momento de su vida. A esto se suman factores sociales y económicos que llevan a postergar prácticas solidarias que no se perciben como urgentes. También influyen cambios en los hábitos de vida. El aumento de tatuajes, que implica períodos de espera para donar, la mayor prevalencia de infecciones transmisibles por transfusión y los problemas nutricionales asociados a la crisis económica reducen el número de personas aptas para donar. Todo ocurre, además, en un contexto en el que la demanda no deja de crecer. El envejecimiento de la población, el incremento de cirugías complejas, los trasplantes y los tratamientos prolongados derivados de una mayor expectativa de vida generan una presión constante sobre los bancos de sangre. “Los avances científicos son una gran noticia como sociedad, pero también requieren un soporte transfusional cada vez más sólido”, advirtió Méndez. La sangre no se compra ni se fabrica. Solo se obtiene a través de la donación. Por eso, los especialistas insisten en que la donación voluntaria y habitual es una responsabilidad social colectiva que involucra al Estado, al sistema de salud y a la comunidad en su conjunto. En épocas donde la disponibilidad baja, ese compromiso adquiere una relevancia aún mayor. Opinión pública: La crisis de la donación de sangre expone una contradicción de época: una sociedad que avanza en logros médicos, pero que no logra sostener el gesto solidario básico que los hace posibles. Recuperar la cultura de la donación no es solo una cuestión sanitaria; es una decisión colectiva que define qué tan preparado está un país para cuidar a los suyos. TAPA DEL DÍA